Así vive Adrián, el joven al que la comida nunca consigue saciar

“Ojalá no hubiera Navidades”, dicen sus padres

Esconden comida o la devoran hasta de la basura. En casa suele haber alarmas en la cocina

 

Adrián, niño con síndrome de Prader Willi.
Adrián, niño con síndrome de Prader Willi.

Un chico de 16 años se comió 30 latitas de comida para gatos y luego estuvo dos meses hospitalizado. A otro le dio por ingerir abono de colores como si fueran chucherías. Los hay que van buscando alimentos en las papeleras del colegio o en la basura. Los que se comen gomas de borrar o un kilo de galletas. Incluso los que se tragan un tubo entero de pasta de dientes.

Y todo ello a pesar de la particular línea de trincheras que los padres tienen montada en casa contra el mal. En el caso de Adrián (23 años), su madre antes tenía un detector de movimientos en el pasillo que da a la cocina y ahora tiene instalada una alarma en la mismísima puerta. En cuanto el hijo va a la nevera, aquello suena como si te hubieran entrado en el chalé.

«La cocina, la nevera y la despensa son para él un búnker», nos cuenta Josefina Morte. «Nosotros le recordamos que tenemos puesta la alarma, pero él también nos lo pide: ‘Mamá, enciende la alarma para que no pueda entrar, que así me quedo más tranquilo’».

La comida del gato. El abono de colores. Los productos de la basura. Las gomas de borrar. El kilo entero de galletas.

La culpa de todas estas ingestas hiperbólicas la tiene una enfermedad llamada Síndrome de Prader Willi (3.000 casos en España), un desorden genético producido por la alteración del cromosoma 15 que genera retraso mental y que afecta al hipotálamo, la parte del encéfalo que -entre otras cosas- rige el sueño y la vigilia (los enfermos duermen mal), la necesidad de beber agua (nunca tienen sed), el crecimiento (son bajos), la cuestión hormonal (no gestionan bien las emociones) y la sensación de hambre (no se sacian jamás).

«Hay más ejemplos de los que te he contado al principio, todos relacionados con la ingesta incontrolable de comida, pero lo más preocupante son los aspectos no tan visibles de la enfermedad: la agresividad, sus problemas para relacionarse, la soledad de esta gente», señala Aurora Rustarazo, psicóloga de la Asociación Española Síndrome Prader Willi. «Para estos enfermos las Navidades son una época terrible. Las familias están abocadas al aislamiento absoluto, dejan de celebrar estas fiestas, los cumpleaños, no salen a tomar nada para no generarle ansiedad al enfermo… Y acaban solas. Son personas muy solas».

Estamos en un día cualquiera entre la gran comilona de Nochebuena y la gran comilona de Año Nuevo. En la casa hay un árbol de Navidad y algún Santa Claus. Algo de espumillón y hasta candados en las ventanas. Pero no busquen calorías.

«Al principio, nada más nacer, no comen nada y están como un trapo», explica Josefina Morte, la madre. «Pero a partir de los dos años se comen hasta la mesa».

«Ojalá no existieran estas fechas», cuenta José Luis Larriba, el padre. «Diez días antes, Adrián ya está con ansiedad por la comida, apunta hasta las horas que faltan para la cena, estos días de atrás en su libreta había escrito: ‘Faltan 50 horas’. Y nos pregunta: ‘¿Me dejarás comer lo que yo quiera?’».

De Adrián podríamos contar que debajo del colchón le han encontrado bolsas de queso rayado, tarrinas de mantequilla y hasta potitos del sobrino de un año; que se ha comido paquetes enteros de magdalenas o cantidades importantes de macarrones crudos; que dejaron de llevarle a los cumpleaños porque en el camino se ponía a temblar de los nervios («para él era un infierno: todo el mundo se ponía a comer y a servirse y él no podía»). O también podríamos hablarles de cuando venía del colegio con tajadas de salmón o filetes de lomo en los bolsillos.

Pero para Josefina lo más importante no es eso.

Para Josefina lo más importante es el grado de incomprensión de la enfermedad, los problemas de conducta, la falta de autocontrol del hijo, que se haga daño.

O peor todavía: que se lo hagan.

«El primer año en el instituto fue horroroso, le trataban como si no tuviera el problema que tiene. Le castigaban y le amenazaban con expulsarle del centro. Ahora sabemos que a un Prader Willi no se le puede castigar. Porque ellos te devuelven lo que reciben. Entonces se volvió más agresivo. Cogió fobias. Tiraba de todo por la ventana. Luego estuvo en un Centro de Educación Especial cinco años y el problema se agravó… Mira, las instituciones prácticamente te dicen que te quedes con tu hijo en casa y que te las arregles solo. El tema de la comida podemos controlarlo. Pero el tema que más nos preocupa es el emocional: son chicos a los que les gusta tener amigos, pero son incapaces; no entienden las bromas; son muy sensibles a los cambios; y están rodeados de incomprensión».

Aquí, en esta casa de Guadalajara, la vida continúa con un equilibrio frágil y un libro de instrucciones que no te puedes saltar si quieres cierta normalidad. José Luis (subteniente del Ejército de Tierra de 56 años) se pasó a la reserva activa el pasado octubre para estar más tiempo en casa con el chico. Josefina, como quien dice, nunca ha salido de ella si estaba Adrián. Y los dos se saben de sobra el libreto: que no hay que castigarle, que vale más el refuerzo positivo, que todo es relativo si hace algo malo, que estos días de excesos tiene que utilizar la bicicleta estática y no merendar, que el croquis de la despensa es indispensable. Porque si Adrián se pone nervioso se autolesiona. En su caso la toma con los pies: «Se pone a rascarse y se hace heridas en carne viva».

-A ver, cuéntanos tú lo que te pasa, Adrián -le preguntamos.

-Me tienen que vigilar con la comida. No controlo.

«Que la normalidad no existe es una certeza ineludible», volvemos con Aurora Rustarazo, de la Asociación Española Síndrome Prader Willi. «Si cuando hablamos de personas con enfermedades poco frecuentes, como las que tienen este síndrome, intentamos homogeneizarlas desde la visión de la discapacidad, dejan de ser personas y son discapacitados en un cajón enorme y homogéneo y nos equivocamos. Si intentamos tratarlos de manera uniforme, nos volvemos a equivocar. Tenemos que ser capaces de apreciar lo rico y maravilloso de la pluralidad y la diversidad porque, además, y a pesar de muchos, es inevitable».