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The mother of all diseases
Si tenemos un sistema capaz de mejorar y alargar la vida de los pacientes de progeria, ¿hacemos bien en privarles de esa posibilidad porque la técnica CRISPR no es aún 100% segura?
El envejecimiento no es una enfermedad. Es la madre de todas ellas. La enfermedad cardiovascular, el cáncer y las dolencias neurodegenerativas son las servidumbres de la edad madura. Para entender por qué, no hace falta remontarse al paleolítico, sino tan solo hasta principios del siglo XX. Hasta esa fecha, la esperanza media de vida de cualquier población humana rondaba los 40 o 45 años. Es solo gracias a los avances contra las enfermedades infecciosas –vacunas, antibióticos, saneamiento de las aguas— que la medicina ha logrado duplicar la vida a lo largo del siglo XX en los países occidentales. Nuestro genoma no está adaptado a vivir tantos años, y por eso conserva unos genes paradójicos que nos enferman y nos matan a partir de los 50. La naturaleza es sabia, pero lenta, y no está ahí para servirnos a nosotros. La biomedicina tiene que darle un buen empujón.
La investigación en ratones de Juan Carlos Izpisúa Belmonte, del Instituto Salk de California, tiene el envejecimiento humano como objetivo en el horizonte. No para curarlo –no es una enfermedad— pero sí para reparar los múltiples daños que provoca en todas nuestras células, del estómago al cerebro, y prevenir así, o al menos retrasar, el infarto, el cáncer, el alzhéimer y las demás enfermedades de la edad. Para ello, sin embargo, y de manera paradójica, han tenido que empezar por tratar una enfermedad hereditaria mortal llamada progeria de Hutchinson-Gilford, que causa algo muy parecido a la vejez en la infancia. Los adolescentes se mueren de viejos.
Esa vejez prematura es lo que los científicos han logrado evitar en sus ratones con progeria (la enfermedad afecta por igual a ratones y humanos, y se debe exactamente a la misma causa genética). Esto es en sí mismo un logro reseñable, porque se trata de la primera vez que un sistema de edición genética (basado en CRISPR) tiene éxito de forma sistémica, es decir, infectando todo el cuerpo simultáneamente con un virus diseñado para modificar el gen anómalo. No todas las células se han corregido, pero sí lo han hecho las suficientes para que los ratones recobren la salud, el vigor y aumenten su esperanza de vida en un 25%.
La progeria y otros miles de enfermedades raras debidas a la mutación de un solo gen han empezado a plantear cuestiones éticas acuciantes para los científicos, y ello en la resaca del escándalo protagonizado por He Jian kui, el biólogo molecular chino que anunció en noviembre el nacimiento de dos niñas editadas genéticamente con CRISPR. He fue reprendido por la comunidad científica internacional de manera casi unánime. Primero, porque CRISPR no se considera aún una técnica 100% segura. Y segundo, porque He no había reparado un gen vital (“curar”), sino que había conferido a las niñas resistencia al virus del sida (“mejorar”).
Pero esto no elimina el dilema al que se enfrentan los investigadores del sector. Tomemos la progeria como ejemplo. Si tenemos un sistema capaz de mejorar y alargar la vida de los pacientes de progeria, ¿hacemos bien en privarles de esa posibilidad porque la técnica CRISPR no es aún 100% segura? Con las dificultades casi filosóficas que plantea el mero objetivo del 100%, es probable que los pacientes hayan muerto antes de que lo hayamos alcanzado. ¿Es ético quedarse de brazos cruzados?