Testimonios

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Manuel y Gustavín, mutaciones en el gen GFM1.

Nuestra historia comienza hace 19 años cuando llega al mundo nuestro primer hijo, Manuel, un niño precioso que pesó 4 kg y al que le costó nacer. Fue un parto difícil, con fórceps y ventosas, lo que impidió que el padre pudiera estar presente. No obstante, el parto constituyó un hecho anecdótico con respecto a lo que nos tenía deparado el destino. Al poco de nacer, nuestro hijo comenzó a rechazar la alimentación y lloraba casi las 24 horas del día. 

Fue una época muy dura, de médico en médico y sin encontrar una solución. Fue en Málaga cuando una doctora nos dio un diagnóstico devastador. Nunca olvidaremos sus palabras: “Su hijo tiene un síndrome de West” (tipo específico de epilepsia, con gran afectación orgánica cerebral y pronóstico sombrío) y es necesario que ingrese urgentemente en el hospital Carlos Haya de Málaga. Efectivamente, después de varios meses visitando a especialistas de todo tipo, esta señora y sin necesidad de realizar grandes pruebas acertó en el diagnóstico (diagnóstico cierto, pero secundario a, lo que hoy sabemos, es su enfermedad de base).

Desde ese momento nuestro hijo estuvo ingresado en el hospital de manera ininterrumpida varios meses, hasta que consiguieron controlar las crisis epilépticas. Esos meses no fueron fáciles, pero tratamos en todo momento de no perder la esperanza. Nuestro hijo empezó a sonreír casi al año de vida, esa sonrisa llegó tarde, pero desde entonces se ha convertido en su seña de identidad, porque todo él desprende amor y ternura, incluso en momentos complicados es capaz de reír y hacerte feliz. Es imposible no sucumbir a su encanto, todos los que lo conocen quedan atrapados en su dulzura. Al año de tener a Manuel en nuestras vidas decidimos tener más hijos. Es así cuando, a los 20 meses, un 27 de junio de 2005, llega a nuestras vidas nuestro segundo hijo. Un niño que nace precioso y sin ninguna complicación. No obstante, esta situación idílica dura poco tiempo y a los 2 meses la historia se repite, empezando de nuevo un periplo de consultas por diferentes especialistas y todo tipo de opiniones: ustedes están obsesionados con su hijo el mayor, es un reflujo gastroesofágico severo, presenta intolerancia a la lactosa…. Hasta que un médico de nutrición y tras nuestras súplicas accede a derivarlo a estudios neurológicos.  Sólo hizo falta la primera prueba para confirmar lo que ya sabíamos. El EEG ofrecía un patrón de hipsarritmia propio del síndrome de West, por lo que debía ingresar de manera inmediata.

A partir de este momento nuestra vida se torna muy complicada, nuestro hijo Gustavín presenta un patrón de enfermedad más acusado que Manuel. Los primeros años de vida realmente fueron horribles. Lloraba las 24 horas del día, no conseguía dormir más de 2 horas seguidas, rechazaba el alimento y hacía neumonías frecuentemente. Todavía resuenan en nuestras cabezas las palabras de su médico “es muy difícil que sobreviva en la situación en la que está”, pero nuestro hijo se agarró a la vida y nosotros a él. El camino no ha sido, ni es, fácil. De hecho, muchas veces tenemos la sensación de estar nadando contracorriente, y esto llega a ser agotador. Actualmente nuestro hijo pequeño presenta un agravamiento importante de su enfermedad. Durante este último año, varias veces ha estado a punto de dejarnos, pero, como gran luchador que es, aquí sigue, plantándole cara a su enfermedad.

Nuestros hijos nos han enseñado a ser mejores padres, a tener una paciencia infinita, a vivir el momento presente y disfrutar el aquí y ahora, a luchar contracorriente y, lo más importante, nos ha enseñado el verdadero significado de la palabra amor. Como dijo San Agustín “la medida del amor es amar sin medida”.

Nuestros hijos no andan, no hablan y tienen graves secuelas neurológicas, pero a pesar de todo ello son felices y un ejemplo de lucha y supervivencia. Es por ello por lo que jamás nos hemos dado por vencidos y hemos hecho todo aquello que estaba a nuestro alcance para mejorarles la calidad de vida (fisioterapia, hidroterapia, hipoterapia, estimulación, logoterapia…), tratamientos todos ellos paliativos y preventivos frente a la aparición de otros problemas, pero no curativos. De ahí que durante muchísimos años hayamos buscado un diagnóstico de manera incansable. Diagnóstico que llegó hace ahora 5 años: enfermedad mitocondrial por mutación en el gen GFM1. Siempre hemos pensado que este diagnóstico, aunque muy duro, nos abría una puerta a la esperanza. Encontrar tratamientos curativos para nuestros hijos y no sólo paliativos.

Sólo a través de la investigación podremos revertir el daño que su patología les está causando. La vida de nuestros hijos, como la de muchos otros niños, depende de la apuesta que todos hagamos por la investigación.